jueves, 20 de agosto de 2009

El "Rayito"











Los aficionados al fútbol foráneos han identificado casi siempre dicho deporte en Madrid, únicamente con las imágenes de dos de sus equipos representativos: el Real Madrid y el Atlético de Madrid.

No obstante, como en cualquier otra gran ciudad de la geografía, los equipos de fútbol han proliferado en la capital desde la introducción del deporte en España a finales del siglo XIX. En aquellas primeras décadas, además de los dos clubs antes mencionados, existieron una serie de equipos que mantuvieron una dura y constante pugna deportiva con éllos; los nombres del Racing de Madrid, de la Gimnástica o del Nacional, están presentes en la memoria de los estudiosos de la historia deportiva, además de quedar plasmados en las crónicas de los periódicos de la época.

Al lado de estos clubs que formaban la élite del fútbol en Madrid, iban surgiendo, a lo largo de los años, una serie de equipos que sobrevivían en las diferente competiciones regionales y locales; unos patrocinados por diferentes Empresas de gran nivel (Boetticher, Pegaso, Plus Ultra, etc.): otros formados por entusiastas aficionados de diferentes barrios (Carabanchel , Madrileño , Moscardó, Puerta Bonita, Santa Ana, Ventas o Vallecas pueden ser ejemplos fehacientes), aunque la mayoría de éllos llevaron una trayectoria muy irregular y algunos terminaron desapareciendo, otros siendo absorbidos ( el caso de la A.D. Plus Ultra reconvertido en el Castilla-Real Madrid B es quizás el más conocido), y otros quedaron inmersos en las divisiones regionales más humildes.

Pero, entre toda esta pléyade de humildes equipos, hubo uno, creado como siempre por unos pocos aficionados de Vallecas en 1924, la A.D. El Rayo, que no quiso conformarse con la suerte acaecida a otros similares, y que, después de una trayectoria tan errante como la de éstos, se propuso salir del incógnito y presentar su tarjeta de visita deportiva a otras entidades situadas en los escalones más altos de la competición futbolística.

Así, después del primer ascenso a categoria nacional, el del año 1949 a 3ª división (habiendo cambiado dos años antes su nombre por el A.D. Rayo Vallecano), en la temporada 1955/56 se logró el ascenso por primera vez a la segunda categoría del fútbol español, y, aunque con altibajos en forma de descensos y ascensos motivados en buena manera por diferentes cambios de ubicación de su terreno de juego, en la temporada 1976/77 se consigue el primer ascenso a Primera División sin perder ningún partido en el Nuevo Estadio de Vallecas.

A partir de aquí, la historia es bien conocida. Una serie de descensos y ascensos de Primera a Segunda y viceversa, culminaron en una magnífica participación durante la temporada 2000/01 en la Copa de la UEFA, donde el equipo vallecano, hasta entonces un completo desconocido en Europa, mereció los elogios de toda la prensa especializada por su magnífica trayectoria, que le llevó imbatido hasta los cuartos de final. Después de su mayor racha continuada en Primera (cuatro años), el Rayo descendió a Segunda en el 2003, y al año siguiente a Segunda B, desde donde, sufriendo a lo largo de cuatro largos años pero contando siempre con el apoyo de sus incondicionales, al fin, en la temporada 2007/08 se alcanzó nuevamente el ascenso a la División de Plata, donde se realizó una gran campaña, prácticamente con el mismo equipo de 2ª B, peleando hasta las últimas jornadas de la competición por alcanzar el ascenso a Primera, categoría que es seguro recuperará en un futuro muy próximo.

Pero, una vez dedicados los párrafos anteriores a resumir, en breves líneas, el devenir del fútbol en Madrid, y el del Rayo particularmente, vamos a tratar de descifrar las causas por las que un equipo de barrio modesto, como fue en sus principios y sigue siendo en la actualidad el Rayo Vallecano, no se conformó con asumir ese papel y aspiró a metas más difíciles y elevadas.

Y aquí, ante todo, nos encontramos con un factor fundamental: la afición. El ser del “Rayito” no es, como en el caso de otros equipos, simplemente pagar una cuota e ir un domingo sí y otro no al campo de fúbol para ver un partido y pasar el rato. El rayismo es un sentimiento alojado en lo más profundo del alma de cada uno de sus seguidores. De entre mis ocho nietos hay cuatro nacidos en Vallecas. Los tres mayores tuvieron la desgracia de perder a su padre siendo muy niños, pero, antes de su fallecimiento, mi yerno que era uno de esos aficionados con el sentimiento del rayismo hundido en sus entrañas, comenzó a llevar a su hijo mayor al Teresa Rivero, para que aprendiera a reconocer lo que significaba ser del Rayo y a identificarse con el resto de la afición, muchos de cuyos componentes acogían al niño como algo propio, y le enseñaron a compartir con ellos las alegrías y las tristezas.

Más adelante, hará cinco años, mis tres nietos, ya abonados desde algún tiempo atrás, me empezaron a invitar a acompañarles en los partidos del Rayo en casa. Yo, la verdad, había sido socio y simpatizante del Real Madrid desde muy pequeño, ya que mi padre también lo era, y me mantuve hasta la era Miljanic, cuando, a pesar de ganar el doblete, descubrí que me aburría soberanamente, que los profesionales de la plantilla cada vez sentían menor amor por los colores del club, y que en el fútbol de base (esto lo pudo comprobar yo “in situ”) se enseñaba a los chavales a perder, si se consideraba necesario para los intereses del club. Había tenido la inmensa suerte de contemplar las evoluciones de aquella generación de grandes futbolistas de finales de los años 50 (Di Stefano, Puskas, Rial, Gento, Kopa, etc.), pero, además de los partidos del primer equipo, era muy aficionado a acudir a los partidos del Plus Ultra (que entonces era solamente filial del Real Madrid) y a los del Campeonato de Aficionados. En aquellos partidos descubrí a un equipo aguerrido y luchador, sin demérito de poseer una gran habilidad con el balón, el Rayo Vallecano, del que, al cabo de tantos años, aún recuerdo a dos jugadores que me impresionaron, pequeños de cuerpo pero grandes de corazón y dotes balompédicas; Felines y Potele.

En una época posterior, a principios de los 80, en que me dedicaba a arbitrar partidos de fútbol sala, tuve ocasión de conocerlos personalmente, ya que jugaban en una competición inter-empresas con un equipo de antiguos jugadores del Rayo, y, aún entonces, daban lecciones de humanidad, además de como manejar, controlar y chutar un balón.

Resumiendo, el haber aceptado las propuestas de mis nietos, me hizo abonarme a la temporada siguiente, y, con la actual, ya serán cinco las que llevo siguiendo las vicisitudes del “Rayito” desde mi localidad de la Lateral Baja del Teresa Rivero, encuadrado en la Peña Planeta Rayista, y acompañado por mis introductores, a los que se ha añadido mi nieto más pequeño que, a sus siete años de edad, lleva tres jugando en los equipos de la Fundación Rayo Vallecano.

Ese sentimiento al que hacía mención, como si fuera una infección galopante, se introdujo desde un principio en mi pensamiento, haciéndome ver lo que queda aún de quijotesco y deportivo en un club, encuadrado dentro de unas estructuras como las del fútbol actual mercantilizadas hasta el exceso, y donde el amor a unos colores está hasta mal visto.

Un caso evidente de la fortaleza del sentimiento es el de la actual Presidenta del club, Teresa Rivero, quien proviniendo de una región y un estrato social tan diferentes a los del obrero barrio de Vallecas, sin haber visto en su vida un partido de fútbol ni entender nada de este deporte, al asumir sus funciones no se limitó a sentarse en su poltrona y quedar como mera figura decorativa, sino que se contagió de tal modo del virus vallecano, que se convirtió en la más ferviente seguidora y animadora de su equipo, prohijando bajo su figura maternal tanto a los jugadores que se integraban año tras año en la plantilla, como a los aficionados rayistas, quienes, como buenos conocedores de las personas, la han recibido y apoyado a lo largo de los 15 años que lleva al frente del club, con todo el cariño de que eran capaces, sintiéndola como algo muy familiar, muy suyo, muy vallecano en suma, hecho que no creo tenga parangón en ningún otro equipo del mundo.

La afición del Rayo Vallecano, aunque algunos se empeñen en denigrarla y calificarla de violenta (siempre encontraremos, por desgracia, algún energúmeno dentro de todos los ámbitos de la sociedad), es una afición de carácter lúdico y festivo, que va al estadio, por supuesto, a animar a su equipo con todas sus fuerzas y a llevarle en volandas sin descanso con sus cánticos y gritos hasta alcanzar los más ambiciosos proyectos, pero que, al mismo tiempo, intenta, siempre dentro de lo posible, el hermanamiento con las aficiones de los equipos contrarios, deseando que el fútbol sea una fiesta y no una guerra, y llevando a todas partes el anuncio y la impresión de que, en Vallecas, todos los deportistas y aficionados honrados y pacíficos, vengan de donde vengan, son bien recibidos.

Ojalá siga siemdo siempre así, por el bien del fútbol en general, y de Vallecas y su maravillosa afición en particular, para que mis nietos puedan legar el sentimiento ya expresado a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Asi ha sido, y así será ¡Aupa “Rayito”!

lunes, 17 de agosto de 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - y V


En 1950 nació mi hermano Antonio, con lo que ya dejé de ser el único niño de la casa, y terminó mi época de párvulos, comenzando el estudio de la Enseñanza Primaria en el Colegio Ateneo Politécnico, que estaba situado cerca del barrio y dirigido por un telegrafista, el inefable D. Marciano. Este colegio era un verdadero adelantado a su época, ya que, en un momento en que aquello no se estilaba dentro del contexto general de la enseñanza, el Ateneo daba una gran importancia tanto al estudio de las lenguas (francés, por supuesto, ya que el inglés aún no se había puesto de moda), como a la práctica del deporte, a la gimnasia y al baloncesto principalmente, donde los equipos de los mayores estaban debidamente federados en las competiciones regionales. Mi relación con el francés, gracias a las enseñanzas de “Madam” (esposa de D. Marciano), me enseñó a amar este idioma y a seguir manteniendo contacto con él durante toda mi vida.

Pero, como le sucede al protagonista de “La novela de un novelista” de Armando Palacio Valdés, mis días en el Paraiso estaban contados. El fallecimiento de una hermana de mi abuela, la tía Amparo, quien había dejado estipulado con su casero antes de morir, que el piso de la calle Conde de Peñalver 37 en que habitaba, fuera subarrendado a mi padre, trajo consigo que nos mudáramos al barrio de Salamanca el año 1953, con lo que tuve que cambiar las flores, los frutos y la libertad, por el asfalto, el cemento y el tráfico automovilistico de una zona céntrica. Aunque volvía en ocasiones para visitar a mi abuela (en la foto aparezco con mi hermano Antonio en el jardín el año 1956), ya no era lo mísmo; la propiedad del Edén ya no me correspondía. No obstante, el recuerdo de aquella niñez cuyos existencia exprimí al máximo, me acompañará hasta el fin de mis días.


Madrid, agosto 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - IV


En los paseos por la ciudad o por los parques de Madrid, no era nada raro el que saliesen al paso, principalmente de las familias con niños o las parejas de novios, los fotógrafos “al punto”, que con su máquina, su trípode y, sobre todo, su labia, convencían a los transeúntes para que inmortalizaran su imagen, como en la fotografía de la izquierda, en que aparezco con mis padres hecho un verdadero “guiri”, con gafas de sol incluidas.

En un orden menor, también era muy importante para la infancia el mantener estructurada la temporada de cada uno de los diferentes juegos; las bolas, las chapas, el tacón, etc., eran cosas muy serias, que había que programar en su inicio y cierre de campaña. Recuerdo que las bolas las hacía de forma artesanal amasando barro y cociéndolo en el horno de la cocina económica de casa; las que no estallaban, quedaban a prueba de campaña (aunque hay que reconocer que, en algunas, la forma esférica no era lo más perfecta que se pueda imaginar); los que tenían bolas de cristal, eran considerados como seres superiores, e intentábamos por todos los medios lícitos (apuesta en el juego del “guá”, trueque, etc.) el hacernos con alguna de éllas. En cuanto a los tacones, el abuelo de Rafi era un buen proveedor al tirar los tacones viejos que cambiaba a sus parroquianos. Las chapas eran cosa aparte; las buscábamos con afán por el suelo de las terrazas o merenderos, de los que los más famosos del barrio eran el “Airiños” (que tenía también pista de baile para los mayores) y “La Casuca”. Las más habituales eran las de las botellas de cerveza y las de los pocos refrescos que circulaban en aquella época, como el célebre Tri-Naranjus (fórmula del Dr. Trigo) en su botella con forma de tres naranjas unidas que acababan en el cuello alargado con su chapa al final (la Coca Cola y sus derivados no no se conocían entonces, ya que la "yankimanía" no había llegado aún a España, y aparte de los dichos, solo se consumía horchata, agua de cebada y zarzaparrilla en los puestos y horchaterías instalados al efecto).

Volviendo a las chapas, una vez conseguidas había dos formas habituales de juego; el “fútbol”, donde se llegaba a forrar las chapas con tela y se pegaban las cabezas de los futbolistas del momento que aparecían en los cromos, adaptando a la que hacía de “guardameta”, normalmente, un tapón de corcho para que pesara más y aguantara los disparos de los “delanteros”, y el “ciclismo”, donde, en un circuito hecho en la tierra, con sus etapas de “montaña.” y todo, se celebraban tanto el “Tour” como la “Vuelta”, dependiendo de la época del año en que se efectuara el juego.

Por supuesto que existían también otra serie de juegos que venían de tiempos anteriores, como el aro, el diábolo (éstos necesitaban, como es lógico, el aparato correspondiente), así como los clásicos infantiles de toda la vida: el escondite, el escondite inglés, el rescate, tú la llevas (“tula”), pídola, juegos de guerra con espadas y arcos de madera hechos por nosotros mísmos, etc., con lo que los niños no teniamos tiempo material de aburrirnos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - III


Volviendo a mi infancia, aprendí a leer antes que a escribir, a los tres años, ya que el hermano pequeño de mi padre, mi tío Alfonso (con el que aparezco en el porche junto a mi prima María Eugenia), al que le gustaban mucho los “tebeos” de la época (“TBO”, “Pulgarcito”, “Jaimito”,...), los llevaba a casa, y mi natural curiosidad por enterarme de lo que expresaban aquellos “monos”, me llevó a aprender a descifrarlos. A los cuatro años comencé mis andanzas escolares en el colegio de párvulos Ramón y Cajal, en la calle del mismo nombre, chalet cuya entrada daba frente a la Iglesia de la Asunción (donde fuí bautizado) y cuyo lateral estaba enfrente de otro chalet donde vivía un matrimonio de grandes profesionales de la radio, Jesús Alvarez (que después pasó a TVE y cuyo hijo del mismo nombre ha seguido sus pasos) y Beatriz Cervantes. En aquel colegio tuve mi primer y precoz amor platónico en la persona de mi maestra de párvulos, cuya imagen (aunque desgraciadamente no su nombre) aún recuerdo.

Dentro de los momentos más emocionantes de la vida de un niño en aquellos años, hay que hacer mención aparte de la temporada de las verbenas. Las fechas se sucedían, en una verdadera “procesión de santos”, desde San Isidro hasta la La Paloma, pasando por San Antonio y la Virgen del Carmen, llevándonos a aquellas sensaciones de luz, colorido y alegría, que durante el resto del año eran imposibles de suscitar. Hay que comprender que los Parques de Atracciones no estaban ni siquiera en su fase de pensamiento, y que las verbenas, con sus maquinarias, tómbolas, barracas de tiro al blanco, pùestos de comida y golosinas, etc., eran una tentación para cualquiera que pasase por allí.

En nuestro barrio, se solían plantar al otro lado de la avenida de Alfonso XIII, enfrente de la ya susodicha Iglesia de la Asunción, y donde hoy está la salida desde Alfonso XIII hasta la M-30, aunque, al ser un barrio pequeño, no solían tener muchas casetas y atracciones. Pero andando un poquito, podiamos acercarnos hasta los solares de los Nuevos Ministerios (aún a medio construir desde los tiempos de la República), donde las atracciones y demás casetas eran mucho más numerosas.

El “tiovivo”, los “coches de choque”, el “látigo”, la “noria”, eran una fuente inagotable de diversión para niños y mayores que, a veces, pasaban el día entero en el perímetro de la verbena, volviendo ya anochecido a sus casas, cansados, medio dormidos, pero con una sana felicidad que no les cabía en el cuerpo.

Otro tipo de diversión la constituía el cine (por supuesto en sesión doble continua), aunque en mi barrio había que darse una caminata hasta la calle López de Hoyos donde se encontraban, primero y solitario el cine “Moderno” (que después pasó a llamarse “López de Hoyos”), y más tarde se construyó el cine “Covadonga”, aunque también solían darse en verano sesiones al aire libre, que eran una delicia para sacudirse el calor estival viendo una sesión cinematográfica.

También eran muy comunes, tanto en mi barrio como en otros muchos de Madrid, los campos de fútbol de tierra, donde jugaban los equipos de barrio encudrados en las diferentes ligas regionales, y donde, mientras veías el partido, podías “echar a las cartas” que te ofrecía el charlatán de turno, y en las que, si ganabas, obtenías el premio de una bolsa de caramelos o de almendras garrapiñadas.

Pero desde el punto de vista infantil, había un espectáculo público que primaba sobre los demás: el Circo. Entonces, estaba en pleno funcionamiento el circo estable madrileño por antonomasia, el Circo Price (antiguo Circo Parish), situado en la Plaza del Rey, entre la calle Infantas y la calle Barquillo, con la hermosa vecindad de la herreriana Casa de las Siete Chimeneas, que, afortunadamente, aún existe, mientras que el edificio del Price fue derribado para construir una horripilante modernidad. El arrendamiento del Price lo tenía en aquellos años el empresario Juán Carcellé, que también era telegrafista. Al comenzar la temporada, repartía invitaciones entre algunos de sus compañeros y amigos, entre ellos mi padre, por lo que en mi infancia pude beneficiarme con mucha frecuencia de las risas de los payasos, de la habilidad de los malabaristas y acróbatas, de la valentía y destreza de los domadores, o de los vuelos de los trapecistas. Entre estos últimos nunca olvidaré la figura de quien considero la más grande trapecista de todos los tiempos, la canaria Pinito del Oro, cuyos ejercicios en el trapecio, sin red, producía escalofríos entre el público asistente a las veladas.

La radio era otro de los vicios en aquellos años; los seriales (quién de los que haya vivido entonces no se acuerda, por ejemplo, de “Ama Rosa”), pero sobre todo en el campo infantil, “La Tomasica y el Mago”, “Boliche”, “Diego Valor”, “Dos hombres buenos”, hacían que las largas tardes invernales transcurrieran con el oido atento al receptor, emocionándonos con las aventuras que nos narraban aquella pléyade de grandes actores radiofónicos, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Matilde Vilariño, entre otros muchos, haciéndonos volar con la imaginación a los diferentes lugares en que se ejecutaba la acción. Y, ¡que decir de los partidos de fútbol radiados o de las corridas de toros!. La inconfundible voz de Matias Prats (padre) resonará por siempre en nuestra memoria.

sábado, 15 de agosto de 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - II


Pero como todo no va a ser comida vegetariana, por muy sana que resulte, también recuerdo, en los primeros números de la calle Clavileño (a la que daba uno de los laterales de nuestra casa, ya que hacía esquinazo), a la pipera del barrio, cuya mercancia de golosinas como paloduz (ó “paloluz”), algarrobas, caramelos de fresa, limón y menta, pastillas de “leche de burra”, regaliz, chocolatinas de “duro” (envueltas en papel dorado y plateado que imitaba a una moneda antigua de oro o plata), etc, además de las consabidas pipas de girasol o calabaza, cacahuetes (ó “cacagüeses”), almendras saladas o cañamones tostados, estaba al alcance de cualquiera que acudiese con las consabidas “perra chica” o “perra gorda” (así se llamaban las monedas de 5 y 10 céntimos de peseta, verdadero tesoro para los niños de entonces).

El cuadro del comercio de la zona, además de nuestra pipera, se completaba con una carnicería, una pescadería, una panadería (la de Nieves, enfrente de nuestra casa, y con cuyo hijo Antonio solía jugar al fútbol en el terreno intermedio de la plaza, cuyos árboles hacían las veces de porterías), una frutería y una tienda de ultramarinos (con la dueña Valen y su amable dependiente Florencio), donde podías encontrar los comestibles más al uso (dentro de las restricciones que conllevaban las cartillas de racionamiento aún, por desgracia, en vigor). En mi memoria permanecen la máquina del aceite (con su bomba que elevaba y dejaba caer en la botella el precioso líquido), las cajas con su rueda de sardinas arenques, la cuchilla de cortar el bacalao, cuyos estirados lomos se encontraban en una gran pila a su lado, los sacos con las diferentes legumbres, cereales y hortalizas, el olor de las especies y los quesos, en fin, toda aquella presentación de los alimentos más esenciales despachados al por menor, cuya familiaridad han desterrado los actuales supermercados.

También existía una vaquería donde acudíamos, primero con nuestras madres y más delante solos, con nuestra cacharra de leche y donde de unas enormes cántaras sacaban el blanco liquido con las medidas adecuadas para proporcionarnos la cantidad necesaria.

Haciendo un inciso, las vaquerías medraban por todo Madrid. Mi madre que, como ya hemos dicho, había nacido en la calle del Barco, me llevaba todas las semanas a ver a mi abuela materna(que se encontraba impedida), y la mayoría de las veces, antes de llegar, nos parábamos en una vaquería de la calle Fuencarral, dividida en dos partes. La posterior, donde se encontraban los animales, y la delantera donde, detrás de una límpio mostrador, servían unos enormes vasos de leche, acompañados de unos mojicones cuyo tamaño y sabor no he vuelto a ver ni saborear por ninguna otra parte. Todavía a finales de los años 60, ya casado y con hijos, y habiendo comprado un piso en la zona de Pueblo Nuevo, pude acudir a dos de esas vaquerías en mi nuevo barrio; una en mi misma calle, Gutierre de Cetina, y otra en la prolongación de la calle Alcalá, poco antes de la Cruz de los Caidos, aunque cerraron definitivamente poco después por causa de una ordenanza municipal que prohibía tales establecimientos en la capital.

No debemos olvidar a los numerosos vendedores y artesanos ambulantes, cada uno con su pregón y su medio de transporte (a bicicleta, a burro, a pie, etc.), que completaban la oferta comercial. El afilador (casi siempre natural de Galicia) con su pequeño flautín (¡¡El afilaooooor, se afilan cuchillos, navajas, tijeras,...!!), el botijero (¡¡Botija y botijo finoooo...!!, el paragüero-lañador, el mielero (¡¡Miel de la Alcarria!!), el melonero, el colchonero con sus varas..., eran una serie de personajes que desfilaban continuamente por las calles del barrio en su afán de ganarse el sustento.

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - I

Para mejor entender el contenido de estas líneas, hay que contemplar, no el Madrid actual, gran metrópoli con una enorme poblacion y una extensión cada vez mayor, sino el Madrid de posguerra, un poblachón manchego, como siempre había sido, con su gente amable y sencilla, sus barrios cuyo carácter los hacía pequeños pueblos dentro de la ciudad, y cuya capitalidad solo se veía a través de los Ministerios, Organismos Oficiales y demás zarandajas administrativas que conlleva el ser la capital de un pais.

Nací “gato” por ambas partes, ya que mi padre había visto la luz por primera vez en la plaza de Chamberí y mi madre en la calle del Barco (bocacalle que nace en la Gran Vía, entonces Avenida de José Antonio), en el chalet número 13 de la Plaza Arriba España (patriótico nombre que había sustituido al anterior a la guerra civil de plaza Blasco Ibañez más en consonancia con el de resto de las calles con nomenclatura cultural, Clavileño, Gabriel y Galán, Guerrero y Mendoza, Ramón y Cajal, etc., y cuyo nombre aún se conserva en el callejero), que estaba situada en Ciudad Jardín, en la Colonia Primo de Rivera (llamada así, no por el fundador de Falange, sino por su padre el Dictador durante cuyo gobierno se había construido la colonia), el 22 de julio de 1945. En realidad mi nacimiento ocurrió el día 23 a las 0,05 horas, pero como la burocracia de la época obligaba a que el padre inscribiera en el registro a su hijo después de las 24 horas de su nacimiento y antes de las 48, y a mi padre, funcionario de Telégrafos, solo le daban un día libre por mi nacimiento, convenció al médico que asistió a mi madre para que pusiera en el certificado unos minutos menos, con lo que ya podía inscribirme en su único día de permiso.

Ciudad Jardía era un oasis en las afueras del casco urbano, limitado por campos de labor (principalmente el que se encontraba cruzando el límite de la Colonia por la calle Ramón y Cajal, y que se llamaba “las 40 fanegas”), y pinares como el que se iba prolongando hasta la zona de Pinar de Chamartín. Sus calles (sin asfaltar, por supuesto), sus plazas, su pequeño comercio que atendía las necesidades de sus habitantes, hacía que aquel conjunto de viviendas unifamiliares tuviera, más aún, el aspecto de un pequeño pueblo.

El transporte hasta allí era bastante pobre, ya que solamente un tranvía (el 40) llegaba hasta la avenida de Alfonso XIII, y un autobús (el 1) estaba suficientemente cerca, aunque con una buena caminata por zonas sin asfaltar que en invierno eran verdaderos barrizales, para acercarnos hasta el centro de Madrid.

El hotelito en el que nací, había sido comprado por mi abuela (también funcionaria de Telégrafos), al quedarse viuda en los años 20. La vivienda estaba rodeada por un jardín donde, además de los macizos y arbustos de flores (rosales, pensamientos, hortensias, dos grandes lilos uno de flores blancas y otro moradas, etc.), y dos palmeras que sorprendentemente habían arraigado una a cada lado de la entrada, había una serie de árboles frutales, que constituían en su época de cosecha la mayor alegría a la que puede aspirar un niño. Parras con uvas de Albillo, Villanueva, Alicante y Almería, rodeaban el jardín; una enorme higuera que daba dulcísimos frutos, en la parte posterior; un membrillo en uno de los laterales, y, sobre todos ellos, en el otro lateral un almendro cuya altura sobrepasaba la del edificio.

Este almendro daba a la ventana de la habitación en la cual dormía yo, y uno de mis recuerdos más bonitos y queridos, era el despertarme las mañanas de primavera y, al abrir los ojos, contemplar la eclosión de las maravillosas flores blancas del árbol, que hacía pensar en que le había caido encima una gran nevada.

Como los demás hotelitos estaban dispuestos de una manera más o menos parecida, los niños de la zona nos las ingeniábamos para trocar los diferentes frutos de nuestros árboles, a espaldas de nuestras respectivas familias, a las que no les gustaba ese “intrusismo agro-comercial”.

En el hotel nro. 12 vivía mi mejor amigo, Rafi, con sus tías y abuelos, ya que al quedar viudo su padre, había vuelto a su tierra de origen asturiana, dejando al chico bajo la custodia de su familia materna. Los abuelos de Rafi tenían unos albaricoqueros, cuya cosecha era puro néctar, y así en la época de las almendras, agarraba yo un escobón (especie de escoba muy larga que servía para limpiar las telarañas en los altos techos), y golpeando con todas mis fuerzas, hacía caer los almendrucos en el jardín de al lado, donde Rafi los recogía y, más adelante, nos reuniamos a escondidas para el reparto del botín.

En la época de los albaricoques, esperábamos a que su abuela saliera a la compra (ya que sus tías trabajaban en oficinas y su abuelo era zapatero remendón y tenía su taller en la planta alta, por lo que no se enteraba), y junto con otro amigo, Santi, con el que formábamos un completo trío de “malhechores”, entrábamos a saco a recoger directamente de los árboles los suaves frutos, y comíamos hasta que no podíamos más. Yo no sé si se repetía el milagro de los panes y los peces, pero al acabar nuestros refrigerios y volver la vista a los despojados árboles, se veían tan cargados de frutos como antes de nuestra incursión.

Otros hoteles de nuestros vecinos tenían manzanos, ciruelos, moreras, otros tipos de parras, y hasta un granado con sus enjoyados frutos color rubí, por lo que el sustento para unos niños con buen apetito estaba más que asegurado. Por si esto fuera poco, en el campo de “las 40 fanegas” entrábamos a coger garbanzos verdes, cuya grasilla acababa por impregnar nuestra vestimenta, con la subsiguiente bronca por parte de nuestros familiares.