sábado, 15 de agosto de 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - II


Pero como todo no va a ser comida vegetariana, por muy sana que resulte, también recuerdo, en los primeros números de la calle Clavileño (a la que daba uno de los laterales de nuestra casa, ya que hacía esquinazo), a la pipera del barrio, cuya mercancia de golosinas como paloduz (ó “paloluz”), algarrobas, caramelos de fresa, limón y menta, pastillas de “leche de burra”, regaliz, chocolatinas de “duro” (envueltas en papel dorado y plateado que imitaba a una moneda antigua de oro o plata), etc, además de las consabidas pipas de girasol o calabaza, cacahuetes (ó “cacagüeses”), almendras saladas o cañamones tostados, estaba al alcance de cualquiera que acudiese con las consabidas “perra chica” o “perra gorda” (así se llamaban las monedas de 5 y 10 céntimos de peseta, verdadero tesoro para los niños de entonces).

El cuadro del comercio de la zona, además de nuestra pipera, se completaba con una carnicería, una pescadería, una panadería (la de Nieves, enfrente de nuestra casa, y con cuyo hijo Antonio solía jugar al fútbol en el terreno intermedio de la plaza, cuyos árboles hacían las veces de porterías), una frutería y una tienda de ultramarinos (con la dueña Valen y su amable dependiente Florencio), donde podías encontrar los comestibles más al uso (dentro de las restricciones que conllevaban las cartillas de racionamiento aún, por desgracia, en vigor). En mi memoria permanecen la máquina del aceite (con su bomba que elevaba y dejaba caer en la botella el precioso líquido), las cajas con su rueda de sardinas arenques, la cuchilla de cortar el bacalao, cuyos estirados lomos se encontraban en una gran pila a su lado, los sacos con las diferentes legumbres, cereales y hortalizas, el olor de las especies y los quesos, en fin, toda aquella presentación de los alimentos más esenciales despachados al por menor, cuya familiaridad han desterrado los actuales supermercados.

También existía una vaquería donde acudíamos, primero con nuestras madres y más delante solos, con nuestra cacharra de leche y donde de unas enormes cántaras sacaban el blanco liquido con las medidas adecuadas para proporcionarnos la cantidad necesaria.

Haciendo un inciso, las vaquerías medraban por todo Madrid. Mi madre que, como ya hemos dicho, había nacido en la calle del Barco, me llevaba todas las semanas a ver a mi abuela materna(que se encontraba impedida), y la mayoría de las veces, antes de llegar, nos parábamos en una vaquería de la calle Fuencarral, dividida en dos partes. La posterior, donde se encontraban los animales, y la delantera donde, detrás de una límpio mostrador, servían unos enormes vasos de leche, acompañados de unos mojicones cuyo tamaño y sabor no he vuelto a ver ni saborear por ninguna otra parte. Todavía a finales de los años 60, ya casado y con hijos, y habiendo comprado un piso en la zona de Pueblo Nuevo, pude acudir a dos de esas vaquerías en mi nuevo barrio; una en mi misma calle, Gutierre de Cetina, y otra en la prolongación de la calle Alcalá, poco antes de la Cruz de los Caidos, aunque cerraron definitivamente poco después por causa de una ordenanza municipal que prohibía tales establecimientos en la capital.

No debemos olvidar a los numerosos vendedores y artesanos ambulantes, cada uno con su pregón y su medio de transporte (a bicicleta, a burro, a pie, etc.), que completaban la oferta comercial. El afilador (casi siempre natural de Galicia) con su pequeño flautín (¡¡El afilaooooor, se afilan cuchillos, navajas, tijeras,...!!), el botijero (¡¡Botija y botijo finoooo...!!, el paragüero-lañador, el mielero (¡¡Miel de la Alcarria!!), el melonero, el colchonero con sus varas..., eran una serie de personajes que desfilaban continuamente por las calles del barrio en su afán de ganarse el sustento.

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