sábado, 15 de agosto de 2009

Memorias de un niño en el Madrid de mediados del siglo XX - I

Para mejor entender el contenido de estas líneas, hay que contemplar, no el Madrid actual, gran metrópoli con una enorme poblacion y una extensión cada vez mayor, sino el Madrid de posguerra, un poblachón manchego, como siempre había sido, con su gente amable y sencilla, sus barrios cuyo carácter los hacía pequeños pueblos dentro de la ciudad, y cuya capitalidad solo se veía a través de los Ministerios, Organismos Oficiales y demás zarandajas administrativas que conlleva el ser la capital de un pais.

Nací “gato” por ambas partes, ya que mi padre había visto la luz por primera vez en la plaza de Chamberí y mi madre en la calle del Barco (bocacalle que nace en la Gran Vía, entonces Avenida de José Antonio), en el chalet número 13 de la Plaza Arriba España (patriótico nombre que había sustituido al anterior a la guerra civil de plaza Blasco Ibañez más en consonancia con el de resto de las calles con nomenclatura cultural, Clavileño, Gabriel y Galán, Guerrero y Mendoza, Ramón y Cajal, etc., y cuyo nombre aún se conserva en el callejero), que estaba situada en Ciudad Jardín, en la Colonia Primo de Rivera (llamada así, no por el fundador de Falange, sino por su padre el Dictador durante cuyo gobierno se había construido la colonia), el 22 de julio de 1945. En realidad mi nacimiento ocurrió el día 23 a las 0,05 horas, pero como la burocracia de la época obligaba a que el padre inscribiera en el registro a su hijo después de las 24 horas de su nacimiento y antes de las 48, y a mi padre, funcionario de Telégrafos, solo le daban un día libre por mi nacimiento, convenció al médico que asistió a mi madre para que pusiera en el certificado unos minutos menos, con lo que ya podía inscribirme en su único día de permiso.

Ciudad Jardía era un oasis en las afueras del casco urbano, limitado por campos de labor (principalmente el que se encontraba cruzando el límite de la Colonia por la calle Ramón y Cajal, y que se llamaba “las 40 fanegas”), y pinares como el que se iba prolongando hasta la zona de Pinar de Chamartín. Sus calles (sin asfaltar, por supuesto), sus plazas, su pequeño comercio que atendía las necesidades de sus habitantes, hacía que aquel conjunto de viviendas unifamiliares tuviera, más aún, el aspecto de un pequeño pueblo.

El transporte hasta allí era bastante pobre, ya que solamente un tranvía (el 40) llegaba hasta la avenida de Alfonso XIII, y un autobús (el 1) estaba suficientemente cerca, aunque con una buena caminata por zonas sin asfaltar que en invierno eran verdaderos barrizales, para acercarnos hasta el centro de Madrid.

El hotelito en el que nací, había sido comprado por mi abuela (también funcionaria de Telégrafos), al quedarse viuda en los años 20. La vivienda estaba rodeada por un jardín donde, además de los macizos y arbustos de flores (rosales, pensamientos, hortensias, dos grandes lilos uno de flores blancas y otro moradas, etc.), y dos palmeras que sorprendentemente habían arraigado una a cada lado de la entrada, había una serie de árboles frutales, que constituían en su época de cosecha la mayor alegría a la que puede aspirar un niño. Parras con uvas de Albillo, Villanueva, Alicante y Almería, rodeaban el jardín; una enorme higuera que daba dulcísimos frutos, en la parte posterior; un membrillo en uno de los laterales, y, sobre todos ellos, en el otro lateral un almendro cuya altura sobrepasaba la del edificio.

Este almendro daba a la ventana de la habitación en la cual dormía yo, y uno de mis recuerdos más bonitos y queridos, era el despertarme las mañanas de primavera y, al abrir los ojos, contemplar la eclosión de las maravillosas flores blancas del árbol, que hacía pensar en que le había caido encima una gran nevada.

Como los demás hotelitos estaban dispuestos de una manera más o menos parecida, los niños de la zona nos las ingeniábamos para trocar los diferentes frutos de nuestros árboles, a espaldas de nuestras respectivas familias, a las que no les gustaba ese “intrusismo agro-comercial”.

En el hotel nro. 12 vivía mi mejor amigo, Rafi, con sus tías y abuelos, ya que al quedar viudo su padre, había vuelto a su tierra de origen asturiana, dejando al chico bajo la custodia de su familia materna. Los abuelos de Rafi tenían unos albaricoqueros, cuya cosecha era puro néctar, y así en la época de las almendras, agarraba yo un escobón (especie de escoba muy larga que servía para limpiar las telarañas en los altos techos), y golpeando con todas mis fuerzas, hacía caer los almendrucos en el jardín de al lado, donde Rafi los recogía y, más adelante, nos reuniamos a escondidas para el reparto del botín.

En la época de los albaricoques, esperábamos a que su abuela saliera a la compra (ya que sus tías trabajaban en oficinas y su abuelo era zapatero remendón y tenía su taller en la planta alta, por lo que no se enteraba), y junto con otro amigo, Santi, con el que formábamos un completo trío de “malhechores”, entrábamos a saco a recoger directamente de los árboles los suaves frutos, y comíamos hasta que no podíamos más. Yo no sé si se repetía el milagro de los panes y los peces, pero al acabar nuestros refrigerios y volver la vista a los despojados árboles, se veían tan cargados de frutos como antes de nuestra incursión.

Otros hoteles de nuestros vecinos tenían manzanos, ciruelos, moreras, otros tipos de parras, y hasta un granado con sus enjoyados frutos color rubí, por lo que el sustento para unos niños con buen apetito estaba más que asegurado. Por si esto fuera poco, en el campo de “las 40 fanegas” entrábamos a coger garbanzos verdes, cuya grasilla acababa por impregnar nuestra vestimenta, con la subsiguiente bronca por parte de nuestros familiares.

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